En la tradición de novelas de Julio Verne, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad y otros escritores del siglo XIX, Kong: Isla Calavera, se inscribe dentro del sub-género aventuras en territorios inexplorados habitados por monstruos gigantes.
Las adaptaciones de estas novelas fantásticas que invitaban a soñar, pero también reflexionar hasta qué punto la ambición humana podría enfrentarse a las fuerzas de las naturalezas, los exploradores debía enfrentar criaturas mitológicas, y muchas veces quedaban diezmados, por sus propias pretensiones.
Estas novelas sirvieron de referencia a numerosos escritores contemporáneos, entre los cuáles cabe destacar a Michael Crichton - Jurassic Park, Congo-, autor preocupado por demostrar de qué forma los avances tecnológicos y las ambiciones de empresas multinacionales por igualarse en poder a un Dios, podrían causar el fin de la humanidad.
El cine supo nutrirse de la influencia de este tipo de literatura con la mera excusa de entretener y experimentar con efectos especiales: la interacción de animación cuadro por cuadro con actores, o avanzar en el terreno de tecnología digital.
Después del insuperable King Kong de Peter Jackson, el género quedó en punto muerto por un breve tiempo hasta que en 2013, con Titanes del Pacífico, de Guillermo del Toro, volvieron a emerger los monstruos de antaño. Si bien, no fue un gran éxito en el mercado anglosajón, estos monstruos prepararon el regreso de Godzilla, un año después.
Fiel a la estética e historia de los originales films japoneses, la película de Garret Edwards, se preocupaba demasiado por el desarrollo de personajes y varias subtramas dramáticas, haciendo especial énfasis en la moraleja ecológica. El resultado era visualmente atractivo, pero narrativamente, denso y solemne.
Para Kong: Isla Calavera, los mismos productores, decidieron un cambio de tono a la historia de monstruos, dejando de lado la moralina del film de Edwards, y el romance de la película de Jackson. Se contrató a Vogt-Roberts, director de comedias absurdas para llevar adelante este proyecto, y a un equipo de guionistas destacados para tratar de darle una finalidad coherente a este experimento. Los resultados, lejos de ser maravillosos, cumplen las expectativas.
En 1944, dos aviones caen en medio de una isla del Pacífico. Un soldado estadounidense y uno japonés, enemigos en medio de la Segunda Guerra, siguen su enfrentamiento personal, mientras deambulan por el territorio, aparentemente, abandonado. Pero hay algo más en la isla, algo gigante: Kong.
Pasan 28 años. Apenas un día antes de que termine la guerra de Vietnam, un grupo de científicos, apoyado por el escuadrón de un comandante adicto a la batalla – Samuel L. Jackson, componiendo uno de esos villanos que le salen de taquito- debe volar hacia esta misma isla para explorar territorio no habitado. Lo que sigue es previsible. No terminan de aterrizar que Kong ya está derribando helicópteros.
Pero el rey de la selva no está solo, bichos prehistóricos gigantes, arañas, hormigas, entre otras cosas, también habitan en la selva, y los pocos sobrevivientes, tendrán que aguantar tres días hasta que los vengan a buscar, a menos que se conviertan en presa.
Poco hay para añadir. Cuatro guionistas no son suficientes para pensar una historia demasiado original con personajes que no salen de estereotipos y de los que se sabe realmente muy poco. El excelente elenco encabezado por Tom Hiddleston como el rastreador-muchachito heroico, Brie Larson como una fotógrafa independiente, John Goodman como el líder científico de la expedición –que parece sacado de El mundo perdido, de Conan Doyle- entre otros actores no logran tener suficiente volumen para competir con la acción y efectos especiales, que son el verdadero plato fuerte del film.
A diferencia del film de Jackson –o el original de Cooper y Schoedsack de 1933- acá no hay historia de amor entre la chica y el gorila –que tiene una postura más similar a un pie grande-. Kong se dedica a proteger la isla de amenazas externas –los invasores estadounidenses- y de los monstruos internos. Protege a una pequeña comunidad nativa pacífica, donde vive Marlow, el soldado que se estrelló en 1944.
A partir de la llegada de este personaje – John C. Reilly, por lejos lo mejor del film- el espectador comprende que el verdadero protagonista no es ni Kong ni los soldados, sino este sobreviviente que desea ver a su familia. Aún así, el bando de los buenos desea proteger a Kong de la locura de Packard –Jackson- la representación del general adicto a la guerra, inspirado en el personaje de Robert Duvall de Apocalypse Now.
Y hablando de referencias, Kong: Isla Calavera, desborda de citas a film míticos. No solo de monstruos y aventuras, sino a Vietnam. Personajes, planos, escenas que parecen provenir, no solo de la legendaria película de Coppola, sino de El francotirador, Pelotón o Nacido el 4 de Julio. Sin embargo, Vogt-Roberts no se toma demasiado en serio ni su historia ni los personajes. El montaje es absurdo, los giros narrativos buscan un efecto más cercano al ridículo y el humor negro que al golpe dramático. Es un clase B, como los films producidos por Roger Corman o Dino De Laurentis –como la King Kong de 1976- completamente consciente de sus errores y limitaciones.
Kong: Isla Calavera se disfruta por su espíritu aventurero liviano –no muy distinto a lo que es El mundo perdido, de Spielberg- y su homenaje a los 60 y 70 –lleno de temas emblemáticos de Creedence, Zeppelin, Bowie, entre otros- y no tanto por su ingenio narrativo.
Vale la pena quedarse hasta el final de los créditos para encontrar una referencia que marcará el camino que seguirá nuestro querido Rey Kong.