Con
apenas 24 kilómetros cuadrados de extensión y a 1600 metros sobre el nivel del
mar, Sa Pa aparece en el mapa de Vietnam como uno de los centros
turísticos indiscutidos para la práctica de trekking, la aventura o para una
expedición antropológica por la vida de sus habitantes originarios.
Las
montañas de Sa Pa forman parte del
extremo Este de los Himalayas y es allí donde los lugareños recortan las
laderas como si fuesen escalones, forman terrazas y cultivan el arroz,
principal actividad económica de la zona.
Para los
aventureros y turistas que visitan Vietnam,
Sa Pa es también conocida por ser ese lugar al que se llega en un tren poco
moderno, pero bastante confortable, que parte desde Hanoi a medianoche y llega
a la estación de Lao Cai a la madrugada. Tras ocho horas de viaje, se combina
con un micro que conecta la terminal ferroviaria con el pueblo y lo que sigue
es el verdadero comienzo de la historia.
A
medida que uno se aleja de las calles de Sa
Pa y se va adentrando en la montaña, algunas lugareñas, vestidas en sus
trajes tradicionales y con una especie de canasto-mochila en sus espaldas, se
unen a la travesía para acompañar a los visitantes y tenderle una mano cada vez
que el camino se vuelve fangoso y resbaladizo. Es asombroso verlas, dando
charla con un inglés agarrado de los pelos aprendido a la fuerza por el
contacto con los turistas; haciendo mágicamente artesanías con las hojas
silvestres que encuentran en el camino y, demostrando que, en pollera y ojotas,
se puede cruzar las zonas de cultivo, subir y bajar los niveles de las terrazas
y saltar entre las rocas como si estuvieran llevando un equipamiento a todo
terreno.
El
territorio es un tema aparte. Una panorámica de Sa Pa parece indicar que la montaña no es dócil ni amigable. Pero
en sí, la travesía por Sa Pa es algo
más que pura destreza, se trata más dejarse atrapar por la montaña y admirarla
desde adentro; es dejarse absorber por la magnitud del paisaje y pasar de ser
espectador a ser una mínima parte de él. Al final del viaje, uno se da cuenta
que en realidad fue cuestión de embarrarse los pies, de pisar en falso cada
tanto y seguir caminando; de simplemente contemplar la vista de los miles de escalones
que van cuesta abajo desde la ladera hasta el río, ver cómo el agua zigzaguea
en el valle, y de – fundamentalmente- descansar en los miradores y entregar lo
que queda de pulmones al aire de la montaña.