Pasaron más de 35 años desde que Robert Ludlum publicara el primer libro sobre las desventuras de Jason Bourne, un agente con amnesia, que descubre que fue entrenado por la CIA como máquina de matar, y que decide vengarse de quienes lo persiguen.
Ludlum falleció un año antes de que Doug Liman estrenara la adaptación de la primera novela escrita en 1980 y que derivara en una de las mejores sagas de espionaje de los últimos tiempos. Bourne es un personaje que escapa pero al mismo tiempo no puede dejar atrás su pasado, lo que lo convierte en un perfecto antihéroe moderno. Poco le importa al agente los terroristas o que el mundo esté en peligro. Solo desea su propia seguridad, y como mucho, de las pocas personas que lo ayudan, que no tienen demasiada suerte.
La saga Bourne denuncia la corrupción de las agencias de seguridad estadounidenses, conectadas con las de países del primer mundo, lo que en primera instancia no resulta demasiado verosímil. Las comparaciones con Bond son inútiles. Sin embargo, el personaje no saltó sino hasta la segunda película, donde Liman le dejó el puesto a Paul Greengrass, realizador británico que comenzó su carrera como documentalista hasta que le imprimió un vértigo inusitado a Domingo sangriento, la recreación de la masacre de una revuelta de la policía contra manifestantes irlandeses en 1972.
Greengrass otorga realismo con la cámara, siempre en mano, a puro corte, filma como si todas sus películas fueran noticieros. Esta estética única lo convierten en un realizador muy original para Hollywood, y le ha brindado numerosos reconocimientos en otros notables trabajos como Capitán Phillips o Vuelo 93.
Después de Bourne: el ultimátum, la dupla Matt Damon y Greengrass decide no retomar, porque además, ya no quedaban libros de Ludlum, pero tras el fracaso de El legado Bourne, de Tony Gilroy –guionista de la saga- decidieron darle una nueva oportunidad al personaje, y aunque muchos creen que es un regreso forzado, hay algo que no se tiene en cuenta: Jason Bourne habla más de sus villanos que del protagonista.
En esta oportunidad, el personaje se entera a través de Nicky –Julia Stiles, la única integrante secundario que estuvo en toda la saga- que su padre –el gran Gregg Henry- también estuvo involucrado en la creación de Treadstone, el programa para crear super soldados, y del que Bourne es el único sobreviviente. En pos de conocer su pasado, Jason recorre medio mundo escapando del director de la CIA –Tommy Lee Jones- y de un sicario –Vincent Cassel- una máquina de matar, casi tan perfecta como él.
En una era donde Snowden y Assange han dado a conocer la forma de control que tienen las agencias de espionaje sobre todos los integrantes del globo, especialmente a través de las redes sociales, Jason Bourne es un reflejo de la situación actual del mundo. No es casualidad que comience en medio de una protesta en Grecia –hasta ahora el cine de Hollywood no ha hecho eco de eso- que le da la oportunidad a Greengrass de regresar a Domingo sangriento, y continúe en Islandia donde un grupo de hackers decide robarle información a la CIA.
Bourne se convierte en un mero pretexto narrativo para hacer cine político. Esta entrega es el vehículo que necesitaba Greengrass para continuar lo que había empezado con Vuelo 93 y La ciudad de las tormentas. El film habla más de los potenciales peligros del espionaje cibernético, donde es fundamental el rol de Riz Ahmed interpretando a un millonario creador de una red social que permite la privacidad de los usuarios –una especie de Mark Zuckerberg con Steve Jobs- y que se convierte en otra pieza manipulada por la CIA.
Jason Bourne –y acaso toda la saga- remite a otra película de la década del ´60 que ya vaticinaba exactamente estos lavados de cerebro. Se trata de El embajador del miedo –The Machurian Candidate- con Frank Sinatra y Laurence Harvey, que tuvo una mediocre remake con Denzel Washington. En esta quinta entrega, la influencia es más directa y queda claro en una de las secuencias finales, donde desde la narración y la acción se homenajea al film de John Frankenheimer.
El contexto político y la crítica no impiden que Greengrass realice la más dinámica, ágil y divertida obra de la saga. Un juego de ajedrez, donde el protagonista debe adivinar los movimientos del oponente previamente a realizarlos y viceversa. Más allá de no estar directamente basada en las novelas de Ludlum, el director recobra su espíritu y brinda un entretenimiento puro, con al menos dos secuencias de persecuciones espectaculares en Grecia y Las Vegas. A puro montaje construye una magistral clase de thriller.
La hermosa y talentosa Alicia Vikander se suma al elenco como un componente fundamental para que el peso de la narración no pese solamente sobre los hombros de Damon, y el resto del elenco ya mencionado, también le aporta verosimilitud a estos fríos personajes, interesados más en su propia seguridad que en la del prójimo.
El diseño de post producción sonora, los efectos especiales, la banda de sonido, toda la maquinaria técnica al servicio de la acción y la narración para que Jason Bourne le siga brindando al cine el ingenio, la inteligencia y la crítica que hace rato estaban ausentes.